El miedo

“Di que te caíste en el scooter”, le dijo su mamá a Felipe, de cinco años, antes de subirse al furgón. “La verdad no recuerdo mucho lo que pasó ese día”, dice hoy el niño, quien ya tiene 10.

Su papá, Gastón, llena los vacíos de su relato. Ese día le tocaba ir a buscarlo al colegio. Al verlo, la pregunta fue inmediata: ¿Qué te pasó en la cara? “Es que me desperté tarde y me atrasé, entonces mi mamá se enojó y me mordió”, respondió su hijo.

Gastón y la mamá de Felipe tuvieron una relación breve y fueron padres a los 19 años. “Ella siempre fue muy intensa y llevada a sus ideas”, dice él. Tras pelearse con su familia, que vive en un sector acomodado de Las Condes, madre e hijo se fueron a vivir solos a un departamento, “y ahí las cosas se complicaron”, cuenta el padre.

“Cuando había más gente no pasaba nada, pero si estábamos solos siempre tenía miedo de hacer algo que la enojara. Me pegaba y me gritaba mucho. Yo siempre sentía que estaba haciendo algo mal”, cuenta Felipe, quien entonces tenía cuatro años. “Hazlo bien, si no, no lo hagas”, repetía su mamá.

Ese día de la mordida fue el punto de inflexión. “Puse de inmediato la denuncia. Fueron largos meses en que ella me dificultó verlo, le decía a Felipe que yo quería meterla presa y que no me iba a ver nunca más”, recuerda Gastón.

Cuando sí se veían notaba que la situación empeoraba: Felipe siempre tenía moretones. El niño tenía que cuidar a su hermana pequeña, hija de una nueva pareja, y si la guagua lloraba o se le pasaba el pañal, porque “la había mudado mal”, lo golpeaba y castigaba. “Le hacía la leche y tenía que mantenerla callada si mi mamá estaba trabajando”, explica el pequeño.

Fue después de unas vacaciones al sur que Gastón decidió pedir el cuidado personal de su hijo. Allá, Felipe, con siete años, le contó en detalle los maltratos. “Estuvo como una hora y media llorando, sin parar. Me recriminé mucho todo el tiempo que aguantó en silencio”.

“Hay una sensación de degradación, una pérdida que no es monetaria”.

José Andrés Murillo, Fundación para la Confianza.

Un silenciamiento que viene del entorno, no de la víctima, ni es culpa de la víctima, dice José Andrés Murillo, director de la Fundación para la Confianza. “Creen que van a estar exponiéndose a la crítica social, el estigma, la pérdida de estatus, la pertenencia”. Una señora alguna vez le dijo que no quería que “nadie supiera que su hijo había sido víctima de abuso, porque entonces ‘no lo iba a mirar el hijo o hija de Larraín’”. Otros, cuando comenzaron con las denuncias de abuso sexual al exsacerdote Fernando Karadima, le decían “si no fue tanto, ¿para qué te expones así?”. No pocos, incluso, le confesaron que preferían callar sus propios casos porque no querían convertirse en “un Murillo o un Hamilton”.

Los testimonios que comparte son concordantes con la encuesta de Prevalencia del Abuso Sexual Infantil en la Región Metropolitana, que la Fundación para la Confianza lanzó en diciembre pasado. Allí se confirma que el estrato socioeconómico que menos se atreve a revelar un abuso es el ABC1.

La red que silencia la vulneración parte, por supuesto, en la familia. “Mi mamá propagaba su miedo para que todos nos quedáramos piola”, dice I.M. Una vez, su hermana dijo que denunciaría a su papá, luego de que este le dejara morado el brazo a golpes por no limpiar la alfombra. ¿La respuesta de su mamá? “Estás loca, imagínate lo que puede hacer después, cómo puede llegar a reaccionar”.

El abogado Francisco Estrada recuerda el caso unos padres que le pidieron asesoría. Su hija había sido maltratada por un compañero de curso en un colegio muy prestigioso. No querían hacer nada contra el colegio o el chico, sino solo resolver el asunto puntual. “Busqué en Google el nombre del chico agresor y era hijo de un tremendo empresario. Tanto el director como la familia de la chica tenían susto, porque entre ellos y esa familia, el colegio no iba a dudar a quién escoger”.

¿Qué tan lejos llegan los padres para esconder una situación que, creen, puede afectar su estatus? Ana, la profesora, recuerda un caso donde fue tanto el revuelo, que la familia decidió retirar al chico del colegio y llevarlo al extranjero.

Carmen tiene 64 años y un largo historial de maltratos que su familia mantuvo en silencio. “Nos golpeaba con los puños, los pies, con objetos. Aún recuerdo ver a mis hermanos pequeños, de siete y ocho años, tratando de protegerse la cabeza mientras mi mamá los pateaba”. Sufrió depresión por primera vez a los 12 años y tuvo varios intentos de suicidio.

Fue su exmarido quien continuó el abuso. Vinieron las depresiones posparto y el abuso financiero (su pareja le hizo firmar papeles en que le cedía la administración de casi todos sus bienes).

“En la familia ABC1 lo más importante es el parecer, que nadie sepa. La vergüenza es mil veces más importante que la seguridad de hijos y mujeres”.

Carmen, 64 años.

Dice que muchas veces, si se separan, las mujeres se quedan sin nada, lo que también repercute en los hijos, empujándolas a postergar o simplemente desechar esa opción.

I.M. también sufrió ese abuso financiero. “Si no sales a comer conmigo me voy a cagar a tu mamá y a tus hermanas con plata”, lo amenazó su papá una vez. En esa cena, pasados cinco minutos de discusión, el joven se levantó y se fue. “El papá le quitó cien lucas a la mamá porque tú no estás cumpliendo las reglas”, le recriminó una de sus hermanas apenas volvió a la casa.

Los niños ABC1 están bastante aislados, dicen los expertos, y frente al silenciamiento de las familias, el rol de los colegios y centros de salud es importantísimo.

Pero en esos entornos también hay temor. Un miedo al cliente enojado, dice la sicóloga Sofía Hales, quien puede ponerte en una situación compleja con tu jefatura. “Me ha tocado conocer docentes que han intentado poner denuncias. Los apoderados reclaman y el director les cree a ellos, invisibilizando la posibilidad de que exista un maltrato, dejando además al profesional muy cuestionado”, relata.

Ana dice que el miedo a los apoderados es real. Cree que tiene que ver con mantener el prestigio, con no restarle bonos a la institución, con no asustar a los padres. “No hay que olvidar que, en muchos casos, además, los lazos se prolongan al trabajo, la vida familiar, social y religiosa, por lo que siempre es recomendable mantener una apariencia de normalidad”.

“Nosotros trabajamos con colegios súper pitucos”, cuenta José Andrés Murillo, “y algunos nos decían que no hacen denuncias porque la vez que hicieron una los demandaron por 400 millones de pesos y casi los quebraron”.

Por todo esto es que Irene, en su trabajo de sicopedagoga, siempre intenta mediar. “Hacerlo en los mejores términos, porque muchas veces a los padres se les hace difícil reconocer que no se la pueden, que lo están haciendo mal”. En ocasiones se rehúsan a entregar informes sicológicos donde aparecen temas complicados, “y no tienes forma de enterarte”. Si te vas en contra de los papás, agrega, te van a cerrar las puertas y no vas a poder llegar a ese niño, el que va a quedar desprovisto de cualquier apoyo.

“Obviamente que no son todos los papás. Hay algunos muy preocupados de sus hijos, pero ojalá fueran más”, acota.

Un escenario similar se da en los centros de salud. Si al adulto que paga la atención del niño no le gusta lo que escucha puede simplemente cambiarse de clínica o doctor. “Trabajé en un recinto privado y recibí lo que se podría llamar ‘amenazas’, sobre todo en casos de abuso sexual y maltrato. Hay niños que llegan asustados o abiertamente traumatizados, se ve harto descontrol de los padres”, dice Felipe Lecannelier. Así es como se escuchan frases como “manejémoslo con cuidado”, “mejor que no se sepa” o “esto no le conviene a nadie”, recuerda el siquiatra.

A pesar de que las clínicas tienen protocolos para manejar estos casos, el médico pediatra y presidente de la Comisión de Infancia del Colegio Médico, Fernando González, reconoce que en el sector privado se da una relación “transaccional” que puede generar un conflicto de interés respecto del interés superior del niño. “La prioridad debería ser el menor, pero el riesgo de perder su trabajo podría empujar a un profesional a quedarse callado y dejarla pasar”.

La ginecóloga Andrea von Hoveling cree que este panorama está lentamente cambiando. “Yo me he sentido bien apoyada para denunciar, pero conozco colegas de otras instituciones que han tenido miedo de hablar con sus jefaturas. Hay que derribar esa barrera”.

Los colegios también han comenzado a preocuparse del tema. “Se están tomando en serio el maltrato y rompiendo con el discurso de ‘mejor no hago nada, porque va a ser peor o el apoderado va a reclamar’ a causa del bullying. El caso de la niña Winter -alumna del colegio Nido de Águilas que se suicidó en mayo de 2018- los remeció a todos”, afirma Francisco Estrada, quien cuenta que los 10 establecimientos ABC1 más importantes le han consultado a él u otros expertos para revisar sus protocolos de convivencia y determinar qué hacer en caso de detectar una vulneración.

Hoy, Felipe vive con su papá y asiste a un colegio cercano a la Av. Apoquindo, donde juega  básquetbol y va a scout. Aunque entonces era solo un preescolar, se recrimina no haber alertado antes de los maltratos que recibía. “Me da rabia. ¿Por qué no lo dije antes? Hubiese sido mejor que lo hubiese dicho antes”, reflexiona el niño.

I.M. recuerda todas las veces que algún adulto le preguntó con cierta preocupación cómo estaba y él respondió “bien”. Era sincero: “Lo que sucedía a diario en mi casa era simplemente la normalidad. No era una vivencia puntual, sino que era el día a día no más”. No se atrevería a juzgar a nadie por no haber hecho algo para protegerlo.

Pero Sofía Hales es crítica de aquellos profesionales que, sospechando una vulneración, no actúan a tiempo. “Nadie dice que sea fácil, pero si no estás dispuesto a correr riesgos, mejor no trabajes con niños, porque somos su voz, ellos nos necesitan”.

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