La historia de cinco víctimas del tsunami en Isla Orrego

Como muchos otros veraneantes, la madrugada del 27 de febrero un grupo de nueve amigos estaba acampando en la Isla Orrego, al frente de la ciudad de Constitución, cuando un terremoto 8,8 sacudió la tierra. Minutos después, cuando el mar arrasó con la isla, solo cuatro salieron con vida y, de los cinco fallecidos, aún no hay rastro de dos. A 10 años del tsunami que marcó sus vidas, familiares y sobrevivientes reconstruyen aquella noche y recuerdan a los que ya no están.

Por: Rosario Mendía y Francisco Corvalán

Era un grupo de ocho personas: cinco adultos y tres niños. Con sus chalecos salvavidas puestos, uno de los hombres se aferró a un eucalipto y el resto se puso en fila india tras él. Resistieron así la primera y segunda ola, pero la tercera los separó. Enviándolos en distintas direcciones, a algunos no los vieron nunca más.

Mariela Rojas (33) está parada en el lugar donde vio por última vez con vida a su hermana Priscila Rojas (29), a su cuñado David Vásquez (30) y a su amiga Mariela Gómez (29) con sus hijos, José (9) y Miyarai Palma (7). “Teníamos una mesa, allá había un tipo de negocio y aquí más o menos estaban las carpas, en este sector donde ahora está la animita”, dice. A los cinco se los llevó el tsunami cuando el mar cruzó la ancha desembocadura del río Maule cubriendo la isla y arrastrando a la gente a su paso.

Ese verano las hermanas Priscila y Mariela Rojas habían levantado un pequeño almacén en Isla Orrego.

Era temporada alta en Constitución y los turistas solían cruzar por el día, o incluso por la noche, a la isla, que queda a no más de 200 metros de la costanera de la ciudad.

Mariela estaba siempre acompañada de su hijo Tomás, de dos años, y Priscila los fines de semana aprovechaba de invitar a sus amigos a acampar. Prendían una fogata o hacían un asado; era el lugar perfecto para compartir y reírse a carcajadas sin molestar a nadie.

Priscila Andrea Rojas Pérez recién había cumplido 29 años el 5 de febrero. Era la hermana del medio. A diferencia de sus otras dos hermanas, Ruth (la mayor) y Mariela (la menor) no pensaba en formar una familia. Nunca quiso tener pareja estable ni hijos, aunque disfrutaba su rol de tía y quería especialmente a Tomás, como si fuera su propio hijo.

“A ella le gustaba gozar la vida, vivir el día a día”, dice Ruth al hablar de “la negra”, a quien recuerda todos los días. Era “alegre, relajada y “hippienta”, agrega Mariela. “Tenía hartos amigos y le gustaba el carrete. Carreteó hasta esa última noche", recuerda su hermana menor.

Priscila en la costa de Constitución.

La última semana del mes se conmemoraba la Semana Maulina, y el sábado 27 era la Noche Veneciana, donde las embarcaciones se iluminan y dan un paseo, mientras en el cielo se cruzan los fuegos artificiales. No se sabe el número exacto de personas que acampaban en la isla, pero se estima entre 100 y 200.

Por primera vez, las hermanas Rojas habían decidido participar y decorar el bote de su padre, Pedro, con adornos y luces. Algunos decidieron quedarse acampando la noche anterior para encargarse de los preparativos. Los otros familiares y amigos iban a llegar en la tarde, horas antes de la celebración.

Como Augusto, la pareja de Mariela, no podía ir esa noche, ella había llamado a su cuñado David Vásquez, y él, a su vez, había invitado a su amigo Mauricio Flores. Priscila había hecho lo mismo con su amiga Mariela Gómez, que fue con su pareja Mario Quiroz y sus hijos José y Miyarai Palma. En total eran nueve y estaban todos reunidos para pasar el fin de semana y colaborar con la celebración del fin del verano.

Ya era de madrugada y la mayoría se había ido a dormir, pero en la mesa del camping, David seguía compartiendo un vino con Priscila. Al otro lado, Mariela cortaba papeles para adornar el bote de su papá. Pero la celebración de esa noche nunca ocurriría. En ese momento comenzó a temblar.

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Se mueve el piso

A medida que el temblor iba agarrando fuerza, los amigos se comenzaron a preocupar. David se levantó rápidamente a buscar a su sobrino Tomás, que dormía, mientras los demás salían por cuenta propia de sus carpas. Con la tierra todavía en movimiento, quedaron los nueve reunidos en medio de la isla, esperando que parara el temblor.

La primera de las tres olas que azotaron la isla llegó aproximadamente 20 minutos después del terremoto. Mariela Rojas recuerda esa casi media hora como de calma. Jamás pensaron que habría un tsunami, no comprendían la magnitud del evento.

"Nadie tenía miedo. Estábamos tranquilos, no sabíamos qué estaba pasando. Como no vimos caerse cosas ni casas, no entendíamos”, dice, sentada en la misma isla donde estuvo esa noche.

El agua comenzó a tocarles los talones. Con la misma tranquilidad y sin dimensionar lo que sucedería, David interrumpió: "Ya, tenemos que colocarnos los chalecos salvavidas". Los demás le hicieron caso.

David Arturo Vásquez Muñoz tenía 30 años y en ese entonces trabajaba como obrero en la empresa Arauco, mientras estudiaba Prevención de Riesgos en el Instituto Valle Central. No solía acampar en la isla, porque el atractivo principal era el agua y él no sabía nadar.

Según sus cercanos, su espíritu servicial es la característica que mejor lo definía. Tenía un fuerte compromiso con la Iglesia, era líder de la Pastoral Juvenil de la Parroquia San José de Constitución. En invierno, si había problemas con la pesca, se encargaba de recaudar dinero para armar cajas de comida a los pescadores, en las tardes pasaba a la parroquia, y los días y noches que tenía libre ayudaba en un hogar de ancianos que estaba a cargo de su cuñada.

La foto de David Vásquez en el memorial que el gobierno construyó en Isla Orrego.

David era el penúltimo de 10 hermanos, y en febrero de 2010 vivía con la mayor, Fanny, y su sobrina. Era una pieza esencial en su familia, recuerda la primogénita de los Vásquez, que le agradece sobre todo el rol de “pañuelo de lágrimas” que asumió cuando ella enviudó en 2009. Recuerda también la tarde del 26 de febrero, cuando con su hija y su hermano se sentaron a almorzar y ella fue directa al decirle que no se quedara a dormir en la isla. Tenía un presentimiento. Sin embargo, esa noche David se quedó.

Resistir hasta separarse

Ya con los chalecos salvavidas puestos, los amigos se organizaron. Mariela Rojas recuerda que las más de cien personas que estaban acampando se movían nerviosas de un lado a otro, pero ellos como grupo se juntaron y mantuvieron la calma. Actuaban “como si nada fuera a pasar”, dice la mujer.

La pareja de Mariela Gómez, Mario Quiroz, cruzó nadando a buscar un bote para rescatar a los demás, pero cuando llegó ya no había botes en la orilla: la primera marea soltó las amarras y los dejó flotando, esparcidos en el río. Subió a la caletera, corrió hasta la Capitanía de Puerto de Constitución y les pidió auxilio a los marinos para evacuar la isla.

La respuesta fue negativa, los uniformados le dijeron que no había riesgo de tsunami y que sin estos antecedentes no lo podían ayudar.

Al salir del edificio, vio que el agua se le venía encima y, como los otros transeúntes, Quiroz comenzó a correr hacia el cerro. 

Mientras tanto en la isla, el agua comenzó a subir con más fuerza y los ocho que quedaron corrieron al centro, pensando que estarían más protegidos. Se pusieron en una fila india entre dos árboles.

Primero estaba David agarrado a un eucalipto junto con los demás; algunos tenían a los niños en brazos y trataban de apretarse lo más posible y agarrarse con los brazos que tuvieran disponibles para juntos capear la corriente y el agua que empezaba a llegarles a las caderas y subía con más fuerza. Mariela Rojas tenía a Tomás en sus brazos, Mariela Gómez a su hijo José y Mauricio Flores a la niña, Miyarai. David y Priscila se intercalaban con los demás.

Mariela Rojas y su hijo Tomás caminando entre los eucaliptos de la isla.

Priscila y Mariela tenían la misma edad y una fuerte amistad, una complicidad de hermanas. Se conocían desde el colegio y fueron estrechando su relación con el tiempo, tanto que juntas habían creado un hogar de ancianos en el que trabajaban a tiempo completo.

Ambas mostraban gran dedicación por el proyecto. De hecho Priscila pasaba varias noches en el hogar, a pesar de vivir con sus padres, Miriam Pérez y Pedro Rojas, su hermana Mariela y su sobrino Tomás. Para ambas amigas el fin de semana era un momento de descanso. Se reunían en Isla Orrego, donde los hijos de Mariela se bañaban en el río y jugaban. En esa ocasión la amiga de Priscila había invitado a su pareja, Mario Quiroz, quien cruzó nadando el río en busca de ayuda.

Mariela Gómez.

"Mariela fue mi primer amor, mi primera polola”, cuenta Quiroz, de espalda al océano que esa noche subió hasta el río. 

Llegó un momento en que el agua les llegaba al cuello y los tambaleaba, pero no se soltaron. Así capearon la primera y la segunda ola. Después bajó la marea, recuerda Mariela, y no olvida cómo la tercera se acercaba a lo lejos, “venía la ola avanzando como una pared, se veía como algo plano y arriba una vueltecita, como en las películas”, dice refiriéndose al tsunami; la luna llena dejaba ver lo que la noche no permitía. 

La separación

Antes de que esa ola reventara y los separara a todos para siempre, Mariela recuerda que los niños estaban tranquilos. Quizás algo dormidos, piensa. Ella tenía agarrado a su hijo de dos años, que no hablaba, y los hijos de Mariela Gómez, José y Miyarai, apenas soltaban unas lágrimas.

A José Ignacio Palma Gómez todos lo conocían como Josito. Tenía nueve años y era un niño travieso, vivía junto a su hermana, madre, tía y abuela. Fue el primer nieto, por ende el más consentido. No había problema si quería dormir con su abuela, Edelmira, a quien le decía “mami”.

El pequeño José Palma en una actividad del colegio.

Su hermana, Miyarai Alessandra Palma Gómez, tenía siete años. Natali, su tía y hermana de Mariela, la recuerda como una niña tierna. “Se quedaba al lado tuyo para hacerte cariño. Era muy de piel”, cuenta con nostalgia.

Iban a colegios distintos. A él lo habían cambiado hacía poco al Colegio Eduardo Martín Abejón. En 2008, José estaba en el 2°A del Colegio Santiago Onederra, pero su hiperactividad lo volvía conflictivo con sus compañeros. De acuerdo a sus notas, Educación Física era la asignatura con mejor desempeño, y Matemática su ramo más difícil.

Miyarai, en cambio, tenía mejor rendimiento. Había egresado del 1°C de la Escuela Cerro Alto José Opazo Díaz, en 2009. Pero su fuerte era actuar en las actividades del colegio, ya sea desde hacer un número musical hasta bailar cueca. Incluso, fue elegida reina del curso cuando estaba en kínder.

La foto de Miyarai en el memorial de Isla Orrego.

El último fin de semana de febrero era una ocasión especial. Todos los años veían sagradamente la noche veneciana en el río, pero esa vez fue diferente. “Tío, usted me va a salvar ¿cierto?”, recuerdan que decía la pequeña niña a Mauricio, el hombre que la cargaba en brazos. Pero las olas gigantes de esa madrugada de febrero no perdonaron. El mar cobró las vidas de los hermanos Palma Gómez y su madre, Mariela.

Debió pasar un mes para que el mar devolviera el cuerpo de Josito. Con Miyarai fue más egoísta. Este año se cumple una década de la tragedia y hasta ahora no se ha podido dar con la ubicación de la niña.

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 La búsqueda que nunca termina

Fueron tres olas las que azotaron Constitución, todas de entre ocho y 10 metros de altura. Solo en Isla Orrego fallecieron un total de 36 personas. La mayoría de los que pudieron sobrevivir al violento mar fue porque se aferraron a los eucaliptos, otros simplemente no tuvieron suerte.

Cuando rompió la tercera ola, el impacto del mar los expulsó a todos hacia distintos lados. Lo que pasó después es un misterio. El siguiente recuerdo se limita a la experiencia de dónde arrastró el mar a los que sobrevivieron. La causa de muerte de los que fallecieron, según los certificados de defunción, fue asfixia por inmersión.

A Mariela Rojas con su hijo Tomás el agua los arrastró kilómetros; ella nadó con el niño en brazos y logró salir a la orilla, donde unos vecinos los rescataron. Mauricio Flores fue empujado por la marea hasta una casa en Constitución, ahí logró escapar del agua y subir al cerro. Sin embargo, Miyarai Palma ya no estaba en sus brazos y hasta el día de hoy no se sabe nada de ella.

Nombres de los fallecidos en Isla Orrego.

Priscila Rojas apareció al día siguiente en la orilla del río. Su padre la fue a reconocer, “tenía un rasguño en la frente y el cuerpo hinchado”, recuerda Pedro. El lunes la enterraron en el Cementerio de Constitución.

"El funeral fue muy triste. Además, no había funerarias, no había ni flores para ponerle”, cuenta su hermana, Mariela Rojas, que recuerda el cementerio lleno de ceremonias al mismo tiempo.

A Mariela Gómez ese domingo la encontró un bote pesquero casi en la desembocadura del río. Su hijo, José Palma, apareció un mes más tarde, cerca de la Isla Cancún, 300 metros río arriba de donde se encontraban. Su tía Natali fue a reconocer el cuerpo, pero tuvo que confirmar que era él solo por su ropa. Dice que lo entregaron “a cajón cerrado”.

La familia de David Vásquez salió a buscarlo todos los días por los siguientes seis meses. Ya le habían comprado un espacio en el Cementerio de Constitución, donde David podría descansar, pero el terreno estuvo vacío hasta junio de 2019 cuando falleció su padre. “Mi papá se fue pensando que algún día lo encontraría. Y ahí está, esperándolo. Mi papá murió buscándolo”, dice Fanny, que tal como su padre, sigue con la esperanza de encontrar algún rastro de su hermano David.

Las fotos de Miyarai y David reposan en unos palos junto con los demás desaparecidos de Isla Orrego. Pero más al sur del memorial comunitario se encuentra la animita que construyeron los familiares de los cinco fallecidos que acampaban juntos esa noche. En la ladera sur, a la orilla del río, se encuentra una caseta de techo rojizo, con bancas, cruces y flores que los familiares dejan sagradamente todas las semanas.

Animita que construyeron en la isla los familiares y amigos del grupo, para quienes fallecieron esa madrugada.

Con los nombres de los fallecidos y sus fotografías, el memorial espera que este 27 de febrero lleguen todos los cercanos a conmemorar un nuevo aniversario, donde se cumple una década de la ausencia de esos cinco amigos.

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