Mi hija menor nació en agosto del 2010, ella llegó a calmar la pena. Con mi mamá teníamos una comunicación muy especial, éramos muy cercanos. Cuando a ella le pasaba algo, yo lo presentía, ya lo sabía. Ella le ponía empeño a todo, llegó a ser presidenta de su sindicato en el Hospital de Cauquenes, donde trabajaba. Era corresponsal de la Iglesia de la comunidad de Capillanía. Hay mucha gente que no cree en estas cosas, pero ella tenía un don, era curandera. El esposo de mi prima siempre recuerda que mi mamá le salvó la vida a su hija. Hacía yerbas, le curaba las heridas a sus vecinos y nunca cobró, le gustaba ayudar, era muy solidaria. Me cuesta hablar de ella porque es difícil no tenerla. No era muy buena para hablar, le gustaba trabajar su huerta, salía mucho con mi papá a la playa; iban a Pelluhue, Curanipe y Chanco, pero ella no compartía mucho sus cosas personales, era realmente reservada. Para el 2010 solo estaban mis tíos cerca de mis padres. Es un sector familiar, cada un kilómetro hay una casa. No hay mucha gente. El día viernes anterior al terremoto la llamé para decirle que me iba a quedar en Putaendo a trabajar, que no íbamos a ir a verla ese fin de semana, que era mejor ir la semana siguiente para participar en una actividad de la comuna. Esa fue la última vez que hablé con ella. Ha sido una experiencia muy triste, por eso uno tiene que estar con sus papás y abrazarlos, tenemos que aprovecharlos mientras están vivos. Uno aprende a vivir con la pena, pero nunca se va.