Éramos sólo nosotras dos, yo y mi hermana Mariela. Ella era muy alegre y muy buena amiga, le gustaba mucho ayudar a los niños y abuelitos. Incluso tenía un pequeño hogar de ancianos con su amiga Priscila. El 26 en la tarde fui a visitar a mi mamá y supe que mi hermana se había ido a acampar con los niños a la isla (Orrego), ya que al otro día se daba término a las vacaciones de verano, con la Noche Veneciana.

Ese 27 en la madrugada desperté a causa del terremoto. Cuando finalmente paró un poco, le dije a mi esposo que mis sobrinos y hermana estaban acampando en la isla y él me dijo ‘tranquila seguramente evacuaron a todas esas personas de ahí, a mi me preocupa tu mamá’. El resto de esa noche se hizo eterna.

Yo solo quería encontrarlos para poder abrazarlos bien fuerte y sentir esa especie de alivio que, al final, nunca llegó. Cuando por fin comenzó a salir el sol, subimos al cerro. Una parte de la ciudad se veía toda mojada, pero no pensé que se había salido el mar. De repente llegó mi mamá, destruida, llorando a gritos; nunca la había visto así y me dijo ‘se los llevó el mar’. Fue terrible. Tuvimos que ir a buscarlos al peor lugar posible, la morgue, que estaba instalada en el gimnasio del estadio.

A mi hermana y sobrinos les diría que los amo, y que nunca pensé lo difícil que sería la vida sin ellos. Lo triste y duro que ha sido nuestro andar. En algún momento pensé que el tiempo sería sanador pero que hoy, después de 10 años, me doy cuenta de que no es así, de que jamás será así. No tengo palabras de consuelo para los demás, ya que ni siquiera yo misma estoy sanada.