Familias perfectas

Las veredas estaban vacías esa mañana y nadie se asomaba por entremedio de aquellas rejas y paredes altísimas que cercaban las casas vecinas. La orden era clara: dar una vuelta a la manzana, trotando, en calzoncillos. Incluso en esa soledad, la humillación era evidente.

“El niño, que tenía 12 años, no había quedado en el equipo para un partido. Su padre era bien deportista y le importaba mucho que su hijo también lo fuera, pero el pequeño tenía otros intereses”, recuerda un abogado que pide no revelar su identidad.

Jueces, abogados, curadores. Todos tienen un caso que recuerdan especialmente. Que los preocupó en exceso, que los conmovió. Detrás de cada uno de ellos aparece el perfil de padres exigentes, preocupados del estatus y de las apariencias, y que a pesar de sus altos niveles educacionales, de sus exitosas trayectorias profesionales, parecen no tener las competencias parentales que sus hijos necesitan.

I.M. recuerda que mientras sus hermanas le recitaban a su papá los libros de memoria, él era un “desastre”. Aunque era destacado por sus habilidades verbales y sociales, fue además preseleccionado nacional de rugby, sufría de dislexia y dislalia, por lo que para su papá era “flojo y estúpido”. Esas destrezas no le interesaban a su padre.

“En mi casa, ser bueno no era suficiente. Nos entrenaron para ser los mejores, superar al resto, destacar sobre el resto, ser excelentes”.

Francisca es asistente social y ha trabajado en distintas fundaciones y grupos de apoyo para menores. Sabe que los estereotipos son a veces injustos, pero reconoce ciertas características comunes a estas familias: el padre que viaja permanentemente por negocios, la mamá con un montón de clases y talleres, niños que pasan mucho tiempo con empleadas domésticas o solos.

Los niños reflejan el éxito de los padres, son flores en el ojal, explica Francisca. “Hay una presión enorme sobre los chiquillos de responder a esas expectativas, los papás esperan que sean gerentes generales a los 30 y ellos sienten que no van a dar el ancho, porque les gusta cocinar, no los negocios, por ejemplo”.

Una percepción similar tiene la sicóloga infantil Sofía Hales, quien trabajó en la Fundación Integra y hoy trata a menores ABC1 a través de la terapia de juegos. A su consulta llegan niñas de incluso siete años, angustiadas, diciéndole que no pueden comer nada, que tienen que estar flacas para una competencia de gimnasia. “Para los papás no se trata de participar y pasarlo bien, se trata de ganar”, y para los niños, si no están a la altura de sus expectativas, vienen las críticas: “Cómo no puedes jugar a la pelota”. “Por qué no te va bien en el colegio”.

Es tanto, el desconocimiento de los padres sobre los derechos de los niños, que los gritos e insultos se ven como una corrección “normal”. El menor es visto, además, como un objeto que les pertenece y está sometido a sus decisiones.

Los castigos pueden ser bien extremos, dice la siquiatra Pilar del Río. Dejarlos sin contacto con nadie por meses, sin salir, sin teléfono -a una edad donde la socialización es parte clave de su desarrollo, acota- e incluso dejarlos sin sus medicamentos o terapia, porque “lo ven como un capricho o como que vienen a acusarlos a ellos”.  

Esto último se hace más patente cuando los colegios derivan a los niños con sicólogos y siquiatras. Se les cataloga como problemáticos, rabiosos, con déficit atencional, y “la expectativa de los establecimiento es que se les controle y, ojalá, medique”, dice Sofía Hales.

La mayoría de las veces, agrega, lo que realmente pasa es que los pequeños no calzan en el perfil de los colegios de élite escogidos por sus padres o están expresando su frustración ante la nula contención que reciben. “Cuando las exigencias no se ajustan a sus niveles de desarrollo terminan apareciendo sicopatologías o conductas disruptivas. Uno ve mucho estrés y pena. Están muertos de pena”, concluye.

Felipe Lecannelier y su equipo consultaron a jóvenes de 17 años “en un colegio de estrato socioeconómico bien alto, que por lo mismo no puedo mencionar”, cuánto tiempo de calidad pasaban con sus padres a la semana (sin tablet, celular o televisión de por medio, es decir, una interacción real) y la respuesta fue 15 minutos con la mamá y 12 minutos con el papá. “Hay muy poca conexión”, reflexiona.

Es un entorno donde los padres tercerizan todas las tareas que pueden. Los niños tienen profesores particulares, sicopedagogo, sicólogo, terapeuta ocupacional, asisten a numerosos talleres, etc. “Los papás se desprenden, se hacen muy poco responsables de lo que sucede con sus hijos y están sabiendo muy poco de ellos”, dice Irene, sicopedagoga que lleva casi 15 años trabajando en colegios de élite.

En su observación, los papás están muy sobredemandados por mantener ciertas apariencias económicas y sociales. Entre el exceso de trabajo y actividades sociales, los niños quedan completamente relegados.

“Son familias que tienen mal puestas las prioridades. Los ves impecablemente vestidos, en autos del año, pero cambian a los niños de un colegio a otro porque no tienen dinero para pagar y van dejando deudas en todos”.

Irene, sicopedagoga.

En sus más de 30 años como profesora de lenguaje en colegios particulares del sector alto de Santiago, Ana ha visto a niños que llegan en extremo atrasados o que sus padres olvidan ir a recogerlos al final de la jornada, sin sus útiles ni tareas hechas, con zapatos rotos, cambiados de pie o evidente falta de higiene.

Algo muy típico a final de año, relata, son los padres que llegan al colegio a buscar los certificados de notas de sus hijos “y que no saben en qué curso están”.

A los 18 años, cuando los padres de I.M. se separaron, él se atrevió por primera vez a hablar abiertamente de los maltratos que había recibido. También puso una denuncia en fiscalía, recibiendo críticas y recriminaciones. “Mis hermanas se enojaron, porque mi papá pagaba sus universidades Todos me decían que estaba dañando el nombre de la familia, ensuciando el apellido. Puras excusas”.

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